Estaba unido a María, una zíngara. Mi corazón la codiciaba y a la vez sentía que purgaba todos mis pecados, perseguido y maldito. Parafraseando a un escritor, no sabía si me unía el amor o el espanto. Sentía que ella me dolía como el deseo sobre mi cuerpo y su nombre lo repetían, sin voluntad, mis labios. A su vez sus brujerías me mantenían en zozobra, yendo de un lado al otro por el mundo no me sabía completamente correspondido y sí en cambio, un preso de su voluntad.
Todo comenzó antes de terminar la secundaria, mi mundo era casi perfecto: buenas notas, una universidad que esperaba y, terminado casi el trimestre, una vida disipada entre compañeros, fiestas rumbosas y amores fugaces. El “casi” era como una esperanza perdida, un anhelo olvidado o una lágrima vertida en soledad. No había encontrado un amor que perdurara.
Sin embargo, cuando no lo esperaba te apareciste trasladada desde otro colegio, entiendo ahora vagamente el por qué. A los pocos días fuiste odiada por la mitad femenina de la clase: no podían competir con tus ropas atrevidas ni con tu pródiga figura, no podían igualar tus ojos ni tu piel aceitunada o tu exótica belleza de rasgos indos. La mitad masculina te oyó, en cambio, como el clarín que llama a la lid.
Aún recuerdo la impresión que me produjo tu mirada profunda. Tu nombre fue el llamador que abriría mi corazón. Durante semanas nos presentimos rodeados por otros. Hasta que un día, como invocando a seres arcanos, me dijiste:
—Te quiero. Y hagas lo que hagas serás mío.
Me asustaste, creí en tus poderes extraños, que tu gente no lo permitiría, me adiviné tu siervo y desde entonces rehuí tu compañía aunque ya estabas tatuada en mi mente. Tramposa, hiciste que la sanadora me detuviera en la calle con su atuendo romaní: varias polleras y camisas de diferentes tules y colores, las manos llenas de sortijas como runas y un aroma a hierbas exóticas. Me miró con unos ojos de hechicera y de amenaza, que me envolvieron en el conjuro que recitó:
—Mirá Juan, aunque seas un payo, hoy cambia tu vida, María te quiere y ya nada más importa. Demorá lo que quieras pero será como dar vueltas en el mismo lugar. Ella es mi aprendiz y tan poderosa que ni siquiera respetará nuestras costumbres, aunque le cueste la vida.
Rompió el encantamiento como si quebrara un cristal y se fue dejándome la sensación de que nunca había existido. Las clases terminaron y no te volví a ver ni siquiera en la fiesta de graduación a la que seguro por eso no recuerdo. Zozobré en la angustia pensando que te había perdido, me negué a acompañar de vacaciones a mis padres y como un borracho te busqué embrutecido.
Sin lugar ni tiempo, en mi dormitorio encontré una pequeña maleta preparada con ropa y un sobre a mi nombre sobre la mesa de luz. Contenía dinero, mi pasaporte y una carta fragante. María con una letra manuscrita que acarició mis ojos, me invitaba a encontrarme con ella dentro de tres días en el Café do Forte frente a la playa de Copacabana en Río de Janeiro. Amedrentado por su ausencia no lo dudé y acudí a la cita.
Cuando se presentó abrió la puerta con confianza, llevaba puesta una pequeña tanga y una toalla colorida atada a la cintura como un pareo, su cuerpo se retrataba contra el brillo de fuera y atrajo todas las miradas del lugar. Con unos inesperados celos de moro, la tomé de un brazo y la escondí con brusquedad tras una mesa.
Sonrió felina, segura de sí misma mientras mis ojos, deseando ser manos, recorrían su cuerpo. Volvió a preguntarme si quería unirme a ella, que no le importaban los tabúes propios ni ajenos. Como bruja sabía que era su cautivo y que no soportaría otra separación, ambivalente y cansado, olvidé los peligros y la selva fue el testigo lujurioso de nuestra pasión.
Viajamos felices por países y continentes, siempre mirando intranquilos atrás sobre el hombro, no perdonarán nuestro atrevimiento, nuestra locura o quizás, nuestro simple querer. En un callejón solitario nos dieron alcance y te vi incrédulo abatida, acuchillada con odio, mientras un garrote me hacía caer atontado. Besa mi cara la sombra del cuchillo, supe que era mi muerte y, al fin, el íntimo acero me degüella sin suspirar.
Carlos Caro
Paraná, 9 de noviembre de 2014
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